—Oye jóven, ¿qué edad tienes?
La miré un poco confundido pero amablemente contesté:
—Veinticinco.— generalmente esas afirmaciones van precedidas o seguidas o por un, «¿Por qué? ¿De cuántos me veo?» pero rapidamente miró a su compañera, la que me había estado cobrando todas las sesiones previas. La compañera la estaba esperando con una sonrisa santurrona.
—¿Ves?
— Es que habíamos hablado de eso.
—¿Apostaron?— luego reí. Al momento la preguntona añadió:
—Y yo había dicho que 19 años,… pero luego lo cambié a 23.
Es difícil conocer a alguien realmente sin verle más de la mitad de la cara. Con una gorra y un cubrebocas solo podían reconocer mis ojos pequeños y algunos pedazos de mi cuerpo tatuados o perforados. Pensé justificarlas pero me pareció innecesario la conversación. Pudieron haberlo especulado por muchas razones, a sus ojos yo era un sujeto a premisas interesantes mientras ellas solo eran trabajadoras curiosas de algunos cuarenta años si tuviera que adivinar. Probablemente sus días no eran más interesantes que eso. Al salir la que le atinó, o se le acercó más, tenía mi nombre ya escrito en su memoria. Me lo preguntó para confirmarlo antes de escribirlo en el recibo de paga, inmediatamente después de darme una sonrisa amistosa, una sonrisa como esas que das porque te sientes más próximo a una persona, porque compartes más de dos o tres palabras y descubres algo de ellos que consideras, burdamente, relevante.
Adivi_a
